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sábado, 18 de octubre de 2014

El judío rico

Allá por los años de 1364, en el barrio que los árabes llamaban Garantía al-Jehud, vivía un anciano judío al que decían conocerlo como Abraham.

Entre los más ricos era este mercader, y su fortuna superaba su avaricia y queriendo evitar el pago de impuestos que le imponía los moros, vendió sus telas y sus joyas, cerró la tienda de la Alcaicería y seguido de su esclavo mudo, se trasladó al Albaycin a una casa situada en una callejuela estrecha y sin salida cerca de la ermita del Cristo de las Azucenas.

A todo el mundo, e incluso a sus amigos, el judío aseguraba que se hallaba en la más completa de las ruinas, pero nadie creía en sus quejas. Encorvado, harapiento, salía por la mañana a comprar provisiones tan mezquinas que a ojos vista eran insuficientes para alimentar a dos personas. Y, lo tremendo, es que ejercía a gran escala la usura, empeñando toda clase de objetos y prendas de lo que obtenía enormes ganancias. Nada satisfacía su sed de riqueza y se justificaba con que había de participar en las necesidades del rey Mohamad V para chupar como una sanguijuela al desgraciado que se acercaba a su cuchitril. El esclavo murió a poco, de la enfermedad de hambre, lo que aumentó su reputación de miserable.

Sin embargo, la fama de millonario le llevó ante el tribunal de los Siete Jueces, pero nadie pudo encontrar rastro de sus tesoros. Tanta maldad no podía quedar sin castigo, y ése no tardó en llegar.

Un pobre labrador, ante una desgracia familiar, tuvo que acudir a Abraham y empeñar su corta hacienda, pero asustado ante la cuenta que le presentó el judío, abandono la finca a su reoacidad y el usurero, contra su gusto, se convirtió en propietario. Situada la hacienda fuera de la cerca de don Gonzalo. Dando vista a Valparaíso, sitio apartado, triste y muy solidario, era ideal para un ave de rapiña.

Él, que tenía oro como para comprar un pueblo, se dedicó a cultivar la tierra y a custodiar la escasa fruta de los árboles de aquel raquítico terreno.

El viejo judío, gozaba en cambio, de una ventaja singular. Delante de una de las cuevas que utilizaba como vivienda, brotaba una fuente de agua dulce y clara. Misteriosamente, le despertó un voraz apetito, ni su avaricia pudo impedir que comprara alimentos en cantidad, a los que daba fin de inmediato, el agua no le saciaba su sed. De esta manera y el poco tiempo, su cuerpo, se enderezo y adquirió la robustez de la juventud, lo que maravillo a sus vecinos albaycineros.

Abraham maldijo a la fuente y juro no beber su agua, pero eran tan crueles los dolores que torturaban su estómago, que corría al misterioso manantial y se hartaba del líquido, el único bálsamo capaz de calmar sus trastornos. Claro que, de paso, le despabilaba la gula y vuelta a las comilonas. Sostener tal gasto le obligo a cambiar los zequies de oro por comida y era de ver las lágrimas de coraje que derramaba. Y vuelta a los dolores de barriga y a la riquísima agua y a las hambres caninas, lo que hizo adoptar una resolución funesta. Se encerró en casa, trabajó desesperadamente en una faena secreta y, cuando la remato, ciego de enojo se colgó de una viga.

A la mañana siguiente, los recaudadores de contribuciones registraron escrupulosamente la vivienda, pero no hallaron nada en absoluto, ni dinero, ni joyas, ni muebles.

Si alguien duda de esta leyenda, puede dirigir sus pasos al cerro de San Miguel, hasta las cuevas del Rabal. Que pruebe el agua que allí brota y observara como su apetito crece desmesuradamente, ya que el líquido, después de tantos siglos conserva parte de la extraña virtud que sirvió para castigar al viejo judío.

Y, si aún dudas sube de nuevo al Albaycin, detente frente al aljibe del rey y, un oculto rincón, advertirás los restos de una casa a la que llaman del Tesoro, donde hace más de cien años unos vecinos se hicieron riquísimos de la noche a la mañana.

Autor José Espinosa, Historia, leyendas y poesia del Albaycín.

lunes, 13 de octubre de 2014

Las Parroquias de Jaén

De los numerosos templos que existían en la ciudad permanecen excelentes muestras que contribuyen a engrosar el rico patrimonio monumental de Jaén.


El más antiguo es la Iglesia de la Magdalena. Se levantó sobre una mezquita árabe que aún nos muestra su patio fortificado con el estanque para las abluciones y el alminar que Andrés de Vandelvira convirtió en torre añadiéndole el actual cuerpo octogonal que la remata. La portada es fruto del impulso constructivo que la diócesis de Jaén conoció con el obispo Alonso Suárez. De estilo gótico isabelino, está compuesta por pilastras con haces de baquetones unidos por una crestería que sirven de marco al arco carpanel que envuelve el vano de entrada y al relieve de la Magdalena que se sitúa sobre él. A ambos lados del relieve van situados dos escudos del cardenal Esteban Gabriel y Merino. Las cuatro naves del interior se disponen irregularmente formando un espacio cuadrado que se adosa al patio.


Presidiendo la plaza de San Juan se localiza la iglesia del mismo nombre, Iglesia de San Juan, cuya primitiva fábrica se derrumbó a finales del siglo XVIII. Después de sucesivas transformaciones y derrumbes nos ofrece una portada con un gran arco apuntado que acoge el vano adintelado de entrada al templo y un óculo sobre ella. Corona este lienzo una espadaña con tres vanos, apreciándose en el izquierdo un arco de estilo isabelino. A la izquierda de este lienzo se abre un pequeño vano cuyo arco se apoya en pilares de tipo mudéjar. La torre cuadrada que se eleva junto a la iglesia es la denominada torre del Concejo porque en ella se celebraban los cabildos en el siglo XV y principios del XVI. Alberga una espectacular campana de aproximadamente un metro de diámetro. Cuando en 1979 se procedió a la restauración del templo, se abrió una puerta lateral enmarcada por un arco de medio punto y varias ventanas silueteadas por arcos de ladrillo apoyados en pequeños pilares de ladrillo de tipo mudéjar. En el interior la planta está dividida en tres naves cubiertas por bóvedas de crucería. El presbiterio se cubre con una bóveda poligonal. El ábside semicircular de la cabecera quedo al descubierto en las reformas del siglo pasado.


A finales del siglo XIII o principios del XIV se construyó la Iglesia de San Lorenzo. De su ruina en 1825 sólo se salvó la parte que correspondía al altar mayor y la sacristía. Es lo que hoy conocemos por el Arco de San Lorenzo, un torreón de piedra de planta semicircular, horadado en uno de sus lados por un arco apuntado que genera una bóveda de cañón que permite el tránsito de la calle Almendros Aguilar. Consta de dos pisos que se comunican por una estrella escalera iluminada con saeteras. El primero es una capilla con alicatados mudéjares cubierta con bóveda de ladrillo en la que fue bautizado Maximiliano de Austria, primo del Emperador Carlos V. El segundo lo ocupa un salón cubierto con bóveda ojival. Desde 1981, la Dirección General de Bellas Artes cedió su uso a la asociación cultural “Amigos de San Antón”.


Otra monumental iglesia es la de San Andrés, construida posiblemente sobre una mezquita o una sinagoga. En 1515, Gutierre González Doncel obtenía licencia del obispo para instalar una capilla en el huerto que había junto a ella. Bajo la advocación de la Limpia Concepción de Nuestra Señora unió sus destinos a los de la parroquia. Desde entonces formaron un todo y la existencia de la Santa Capilla permitió que no desapareciera el templo cuando dejó de ser parroquia en 1843. Componen todo el conjunto, además de la iglesia, las dependencias que la fundación benéfico-docente llevaba consigo. La planta de la iglesia se divide en tres naves separadas por pilares hexagonales. La capilla está ubicada a los pies de la nave de la epístola. Tiene planta rectangular y se cubre con bóveda poligonal sobre trompas decorada con yeserías gótico-mudéjar. Pero la auténtica joya de la capilla es una hermosa reja construida en el siglo XVI por el maestro Bartolomé, giennense que en su época fue considerado el tercer maestro rejero de España, constituyendo éste uno de sus mejores trabajos. Está dividida la reja en tres partes iguales coronadas con un arco de medio punto totalmente decorado en su interior. El tema iconográfico gira en torno al abrazo de San Joaquín y Santa Ana, el árbol de Jesé, o las figuras de San Andrés, San Pedro y San Pablo entre otras. Algunas muestras de su rico patrimonio son el artesonado del púlpito de forja, el retablo barroco y el camarín de la Inmaculada con puerta de acceso mudéjar del siglo XV, junto con valiosos óleos, libros corales, casullas y esculturas.


En la plaza de San Bartolomé se sitúa una pequeña iglesia que ya fue parroquia de este santo en el siglo XIV, la Iglesia de San Bartolomé. La construcción se inició en el siglo anterior pero las sucesivas reformas de que fue objeto con el paso del tiempo modificaron su aspecto. La fachada principal, atribuida a Eufrasio López de Rojas, es un añadido del siglo XVII. Se compone de dos cuerpos  coronados por una grandiosa espadaña cubierta con un frontón curvo con remate escultural. En el primer cuerpo se abre un vano de medio punto con la típica moldura cruciforme que caracteriza a López de Rojas. El segundo acoge una hornacina con una talla del santo titular rematada por frontón triangular.
El interior consta de tres naves cubiertas con un artesonado mudéjar cuajado de lacerías de puntas realizada a comienzos del XVI. En la cabecera, un ábside semicircular muestra restos de pinturas al fresco del siglo XV y una inscripción gótica. Un retablo ejecutado por Sebastián de Solís en 1582 las deja ocultas. A ambos lados del presbiterio se abren dos capillas: la de la Virgen del Carmen acoge un retablo del siglo XVIII y un camarín; la del lateral izquierdo custodia la espléndida talla del Cristo de la Espiración, obra fechada en el siglo XVII. Otro tesoro digno de mención es la pila bautismal vidriada en verde de estilo gótico-mudéjar.


A los dos años de la conquista de la ciudad por Fernando III se levantó en uno de sus arrabales la Iglesia de San Idelfonso. En la actualidad el templo, de amplias dimensiones, nos muestra elementos góticos, renacentistas, barrocos y neoclásicos. La planta es de salón  y está dividida en tres naves separadas por pilares compuestos por haces de columnas sobre los que descansan góticas bóvedas de crucería. Por las naves laterales se distribuyen varias capillas. El testero es plano y por delante de él se extiende la nave denominada del “Descenso”. Según la tradición, en ese lugar la Virgen descendió milagrosamente de los cielos en la noche del 10 de junio de 1430. El acontecimiento marcó la arquitectura del templo y despertó en los giennenses un sentimiento mariano del que se impregnó toda la población, llegando con el tiempo a convertirla en patrona de la ciudad bajo a la advocación de Virgen de la Capilla.
A finales del siglo XVI y comienzos del XVII la Virgen ya tenía su capilla, de planta cuadrada y cubierta con bóveda de media naranja decorada con ocho apóstoles pintados al fresco. La Virgen se instala en un camarín al que se accede por la ante-sacristía.
El templo exhibe al exterior tres portadas. La oriental, la más antigua, es de estilo gótico isabelino y está compuesta por un arco carpanel sobre el que se eleva una hornacina envolviendo una imagen de la Virgen con el niño. Está cegada con un mosaico que representa el Descenso de la Virgen, realizado en 1958 por Santiago Padrós Elías, que es como una capilla exterior. A los lados hay dos escudos de Alonso Suárez, obispo bajo cuyo pontificado se levantó la portada.
La fachada norte, en la plaza de San Idelfonso, nos ofrece una portada renacentista mandada construir por el obispo Pedro Pacheco con aspecto de fortaleza. Es obra de Francisco del Castillo “el mozo”, y presenta dos cuerpos: el primero compuesto por un arco de medio punto; en el segundo, dos columnillas enmarcar un altorrelieve con la imagen del santo titular recibiendo la casulla de manos de la Virgen. A ambos lados figuran los escudos del obispo Pacheco, y un frontón triangular con la figura de Jesucristo culminan el conjunto.
El ángulo que une esta fachada con la principal está presidido por una gran torre de tres cuerpos levantada a finales del siglo XVI. El primero presenta arcos ciegos y los dos restantes tienen vanos al exterior. Cada cuerpo está decorado con los escudos de los obispos que en su momento patrocinaron las obras. Así, figuran respectivamente los de Sarmiento de Mendoza, Bernardo de Sandoval y Rojas y Sancho Dávila. El último cuerpo está rematado por un chapitel cónico que inunda de belleza y originalidad el paisaje de la ciudad desde la lejanía.
La fachada principal es de estilo neoclásico, construida en el siglo XVIII por Francisco Calvo bajo las trazas de Ventura Rodríguez. Tiene portada adintelada con un gran óculo por encima de ella y flanqueada por dos pares de columnas corintias. El friso del entablamento contiene una inscripción alusiva al santo titular con la fecha de 1776. Un frontón triangular con un escudo en el tímpano del obispo fray Marín remata la portada. Sobre todo el conjunto se eleva un cuerpo retranqueado adornado con cuatro florones en correspondencia con las cuatro columnas que enmarcan la imagen de San Idelfonso que corona toda la composición. A la derecha de esta portada se eleva una torre de menores proporciones que la descrita anteriormente, también diseñada por Ventura Rodríguez.

Autora: MªJosé Sánchez Lozano. Breve historia de Jaén.