Allá por los años
de 1364, en el barrio que los árabes llamaban Garantía al-Jehud, vivía un
anciano judío al que decían conocerlo como Abraham.
Entre los más
ricos era este mercader, y su fortuna superaba su avaricia y queriendo evitar
el pago de impuestos que le imponía los moros, vendió sus telas y sus joyas,
cerró la tienda de la Alcaicería y seguido de su esclavo mudo, se trasladó al Albaycin
a una casa situada en una callejuela estrecha y sin salida cerca de la ermita
del Cristo de las Azucenas.
A todo el mundo, e
incluso a sus amigos, el judío aseguraba que se hallaba en la más completa de las
ruinas, pero nadie creía en sus quejas. Encorvado, harapiento, salía por la
mañana a comprar provisiones tan mezquinas que a ojos vista eran insuficientes
para alimentar a dos personas. Y, lo tremendo, es que ejercía a gran escala la
usura, empeñando toda clase de objetos y prendas de lo que obtenía enormes
ganancias. Nada satisfacía su sed de riqueza y se justificaba con que había de
participar en las necesidades del rey Mohamad V para chupar como una sanguijuela
al desgraciado que se acercaba a su cuchitril. El esclavo murió a poco, de la
enfermedad de hambre, lo que aumentó su reputación de miserable.
Sin embargo, la
fama de millonario le llevó ante el tribunal de los Siete Jueces, pero nadie
pudo encontrar rastro de sus tesoros. Tanta maldad no podía quedar sin castigo,
y ése no tardó en llegar.
Un pobre labrador,
ante una desgracia familiar, tuvo que acudir a Abraham y empeñar su corta
hacienda, pero asustado ante la cuenta que le presentó el judío, abandono la
finca a su reoacidad y el usurero, contra su gusto, se convirtió en
propietario. Situada la hacienda fuera de la cerca de don Gonzalo. Dando vista
a Valparaíso, sitio apartado, triste y muy solidario, era ideal para un ave de
rapiña.
Él, que tenía oro
como para comprar un pueblo, se dedicó a cultivar la tierra y a custodiar la
escasa fruta de los árboles de aquel raquítico terreno.
El viejo judío,
gozaba en cambio, de una ventaja singular. Delante de una de las cuevas que
utilizaba como vivienda, brotaba una fuente de agua dulce y clara. Misteriosamente,
le despertó un voraz apetito, ni su avaricia pudo impedir que comprara
alimentos en cantidad, a los que daba fin de inmediato, el agua no le saciaba
su sed. De esta manera y el poco tiempo, su cuerpo, se enderezo y adquirió la
robustez de la juventud, lo que maravillo a sus vecinos albaycineros.
Abraham maldijo a
la fuente y juro no beber su agua, pero eran tan crueles los dolores que
torturaban su estómago, que corría al misterioso manantial y se hartaba del líquido,
el único bálsamo capaz de calmar sus trastornos. Claro que, de paso, le
despabilaba la gula y vuelta a las comilonas. Sostener tal gasto le obligo a
cambiar los zequies de oro por comida y era de ver las lágrimas de coraje que derramaba.
Y vuelta a los dolores de barriga y a la riquísima agua y a las hambres
caninas, lo que hizo adoptar una resolución funesta. Se encerró en casa,
trabajó desesperadamente en una faena secreta y, cuando la remato, ciego de
enojo se colgó de una viga.
A la mañana
siguiente, los recaudadores de contribuciones registraron escrupulosamente la
vivienda, pero no hallaron nada en absoluto, ni dinero, ni joyas, ni muebles.
Si alguien duda de
esta leyenda, puede dirigir sus pasos al cerro de San Miguel, hasta las cuevas
del Rabal. Que pruebe el agua que allí brota y observara como su apetito crece
desmesuradamente, ya que el líquido, después de tantos siglos conserva parte de
la extraña virtud que sirvió para castigar al viejo judío.
Y, si aún dudas
sube de nuevo al Albaycin, detente frente al aljibe del rey y, un oculto rincón,
advertirás los restos de una casa a la que llaman del Tesoro, donde hace más de
cien años unos vecinos se hicieron riquísimos de la noche a la mañana.
Autor José Espinosa, Historia, leyendas y poesia del Albaycín.