Translate

jueves, 7 de agosto de 2014

El Ronquío de Jaén

Eso del ronquío era una costumbre que ya está casi perdida. Cuando una persona le contaban algo increíble o le pedían una cosa muy costosa o que no quería dar; cuando se quería algo así como "A mi no me engañas" o "Anda ya"... en lugar de responder con palabras o menospreciar con otros gestos, el de Jaén soltaba una especie de gruñido o de ronquido: "¡jrrr!" y se quedaba tan pancho el tío. Por usar frecuentemente en estos pagos ese sonido , con esa significación, es por lo que se le dijo la frase de Jaén es la tierra del ronquío.

Y según dice la leyenda, a principios del siglo XV, en Jaén, que era cristiano desde el año de 1246, las cosas no estaban muy tranquilas. La frontera con los moros de Granada era insegura y las correrías y razias, las expediciones de castigo y de arrasamiento de campos y aldeas eran muy frecuentes. Hay que pensar que la frontera estaba muy cerca de la ciudad, Cambil era ya de los moros y, desde tan cerca, por el valle del río Guadalbullón, las algaradas islámicas se metían en las puertas de la ciudad sin ser vistas. Las gentes de la vega y de las inmediaciones de Jaén procuraban defenderse, pero con frecuencia, eran sorprendidos y asesinados o apresados sin darles tiempo a pedir ayuda.

Ante tal situación, decidieron establecer unos turnos de vigilancia, tanto de día como de noche, con grupos de hombres armados, lanceros y ballesteros, mandados por un militar, para que velaran por la seguridad de sus convecinos. Su misión era la de vigilar y más que defender los pasos o caminos, encender una buena hoguera que fuera vista desde el alcázar de Jaén y diera tiempo a preparar la defensa o de acoger a las gentes de extramuros. Si los asaltantes no eran muchos, entonces sí les  hacían frente y procuraban ahuyentarlos o vencerlos.

Estas pequeñas milicias los formaban, como decía, grupos de unos veinte vecinos. Eran trabajadores del campo o albañiles o humildes menestrales que, de ese modo, aportaban su tiempo, y en algunos casos sus vidas, al común de la ciudad. Siempre los mandaba un militar o un caballero y, desde luego, en estas partidas no participaban los viejos.

Especial riesgo corrían los que debían hacer el turno de noche. Una táctica de los moros era la de, aprovechando la oscuridad, aproximarse en celada hasta el farallón de San Cristóbal donde los jaeneses establecían la guardia y, sorprendiéndolos, evitar el aviso a la ciudad. De esa manera, al amanecer, podían llevar impunemente su ataque hasta los mismos muros, no sin apresar o descabezar a los desprevenidos campesinos que salían a trabajar con el alba.

En una de esas ocasiones, esa especie de pequeña milicia urbana compuesta por una decena de amigos, amén de otros pocos que se les unieron para completar el número necesario, que habían constituido una fraternal unión entre ellos y sus familias y que, para evitar suspicacias de otros grupos de carácter religioso, fueron de los primeros en prestarse a velar por la seguridad de la ciudad.

La jornada había sido de gran trabajo para todos y al caer el sol, se reunieron en el arrabal para, juntos, ordenada y disciplinadamente, dirigirse hacia el cerro a relevar al grupo que había cumplido la misión durante el día.

Al frente de aquella partida que a pesar de la diferencia de colores y tejidos de sus jubones y capotes para defenderse del relente, en nada parecía una patulea, caminaba el alférez Rafael Campos. Todo el grupo lo seguía al completo. Entre ellos el albañil Miguel de Torres, Francisco del Moral, Diego de la Fuente, Joaquín Mirlo, los hermanos Domenech, Juan Comenero, Juan Ferrándiz y Garcia de Carmona mas otra docena mas de vecinos.

Llegaron al farallón que ya conocían, dieron el santo y seña, pues ya las sombras se habían cerrado sobre el lugar, y relevaron al pelotón que no les dio mas novedad que la del aburrimiento.

Rafael, después de sortear las guardias, distribuyó los puestos y comprobó el estado y la abundancia de la leña que en caso necesario, habría que ser prendida para dar aviso. Eran cinco los puestos y los cubrían en turnos de una hora. Mientras libraban, en la parte central, junto a la leña, descansaban los que quedaban frescos.

Todos estaban muy cansados, pero, al menos durante los tres primeros turnos, nadie se durmió. El quinto relevo, en una noche sin luna, en la que sólo las estrellas se ofrecían como distracción de los guardianes, ya fue imposible aguantar. Uno a uno, sin poder remediarlo, fueron cayendo en el sueño los imaginarias. Primero entraron en una especie de inmovilidad, luego de vacío, después de pesadez de los párpados y finalmente llegaron a esa reconocible dulzura que nos envuelve antes de dormirnos. Arriba, el dosel de zafiro repintado de negro dejaba pasar la inmensidad de puntos luminosos entre los que se echaba de menos la luna. El silencio de aquella cerrada y oscura noche sólo estaba roto a jirones por culpa de la cansina canción de los grillos.

De los cinco vigías, el último en cerrar los ojos fue García, a quien el cielo estrellado le sugería ideas que por aquellos años, no se podían decir en voz alta.¿como era posible pelearse entre los hombres porque al creador de aquellas maravillosas vistas de luces unos lo llamaran Dios, otros Alá otros Yavé? Para mayor comodidad en su contemplación, se había dejado recostar sobre un buen macizo de romero. Admiró las estrellas, luego se puso a contarlas, después se incorporó e intentó escrudiñar la impenetrable oscuridad del entorno. Nada parecía moverse, nada sonaba, sino el canto de los grillos y un lejano y suave murmullo del agua del arroyo que jugaba con las piedras de su lecho. Se recostó de nuevo. Pensó en los moros, en el riesgo de estar allí. Si estuvieran cerca, algo sonaría. Se le cerraron los parpados.

Casi en el centro de la breve meseta, en una especie de corro, dormían confiados los restantes componentes del grupo. Uno de ellos, Rafael, soñaba con una heroica batalla en la que cabalgaba junto al rey. Su sueño era profundo. En uno de sus movimientos, que tal vez lo provocara alguna acción de ensoñamiento, se quedó boca arriba y comenzó, como solía, a roncar suavemente.

Una partida de moros de Cambil, que habían estado observando, desde la tarde, el emplazamiento, el relevo, y los puestos de los cristianos, se había aproximado sigilosamente hasta ellos. El único acceso practicable a la mesetilla que ocupaban estaba guardado por dos vigías. Si caían sobre ellos y los eliminaban en silencio, la sorpresa estaba asegurada y muy difícil lo tendrían los otros dieciocho, que seguían durmiendo.

Seis moros, como silenciosas y astutas serpientes, iban de avanzada a eliminar a los vigías. Cuando oyeron el ronquío de Rafael, se alegraron. Caerían sobre aquellos dos primeros, que eran Garcia y Torres, y de inmediato con el apoyo de los otros pasarlos a todos por el cuchillo.

Ya veían el bulto de los dormidos y estaban dispuestos a degollarlos.

De pronto, inopinada y sorprendentemente, una especie de trueno los dejó paralizados y despertó a los centinelas. Rafael, en su roncar, había perdido la respiración por unos instantes y como reacción, sus pulmones quisieron introducir tanto aire que el ronquido fue descomunal, pareció un redoble de tambor.

Todos se despertaron y uno de los moros mas próximos, el inmediato a Miguel, se traicionó y éste lo vio. De seguida dio la voz de alarma, al tiempo que le atravesaba el pecho.

La reacción de García fue también instintiva y como su compañero, derribó con su lanza al mas cercano.

Los que descansaban en el centro, al unísono, se dirigieron hacia la brecha de acceso para apoyar a sus dos compañeros. Los cuatro moros de la avanzada que quedaban, mientras retrocedían con desventaja, por estar en un plano más bajo, intentaban defenderse de las bravas acometidas de los dos centinelas quienes, sabiéndose respaldados por sus amigos y sin ningún posible franco descubierto, los hostigaban sin miedo.

Todo estaba organizado de tal modo que, simultneamente a la formación de la línea de defensa, Francisco, prendía fuego a la pira de leños para iluminar el entorno y avisar de la asonada a los de la alcazaba de la ciudad. La defensa del lugar no era complicada. Perseguidos y muertos o heridos los de la avanzada enemiga, y comprobadas las otras centinelas, la posible entrada, un tanto angosta y en un favorable declive, se prestaba a un cierre fácil. Lo único que había que cuidar, y todos los sabían, era el no ofrecer la propia silueta contra la luz del fuego. En tal caso, una flecha enemiga podía atravesar al incauto.

Al resplandor de la hoguera, comprobaron que, al menos hasta el arroyo, no había enemigos. También observaron que allá arriba, en la torre del homenaje del castillo, la aureola luminosa de otro fuego respondía al mensaje que ellos les habían enviado. Ya no habría sorpresa. Los planes enemigos habían sido frustrados.

De día ya, una expedición exploro los alrededores y comprobó que habían abandonado las posiciones.

La anécdota del ronquido se corrió de boca en boca entre todos los vecinos de Jaén y desde entonces, cualquier hecho o palabra o frase que a un jienense le mereciera menosprecio, le hacía emitir un ronquido.

Bibliografia: Te voy a contar ...los cuentos de Jaén, autor José García García


1 comentario:

  1. Conocía la leyenda, pero con la diferencia de nombres y otras circunstancias añadidas pr el narradr, y en ese caso se trabtaba de que el centinela dormilón al darse la vuelta acertó a caer cerca de un cántaro de agua vacio que actuó de aplificador del ronquido.

    ResponderEliminar