Cuentan que un fraile antes de expirar, hizo una confesión
sobre los angelitos que acompañan a la imagen de la Virgen de las Angustias, la
cual se encuentra en la Catedral de Jaén.
Los angelitos los trajo el fraile cuando pidió ingresar en
el convento de las Carmelitas Descalzas, el cual indico que habían sido donados
por un viajante en el camino, y que ahora a punto de ser llamado por el Señor decidió
contar la verdad.
Dicho fraile estuvo preso en el norte de África por los
moros. Cuando fue liberado, estuvo trabajando en casa de un moro muy rico, en
esta casa vivía con su hija, una belleza de mujer, con ojos grandes como lunas
y negro azabache. Tanto él como ella se enamoraron y decidieron irse de esta
casa, huyeron por mar hasta España, y
una vez aquí ella fue convertida al cristianismo.
Empezaron viviendo en Almería honradamente, el tallando
madera y vendiendo las imágenes a los habitantes del lugar. Hasta que un día se
percataron que eran seguidos por unos individuos mandados por el padre de su
mujer, y decidieron empezar a huir de
este lugar.
Siguieron su camino por Granada, Loja, Sevilla, Lucena, Córdoba,
Úbeda y Baeza donde habían nacido sus dos hijos. En cada una de ellas tenían que
volver a abandonar la ciudad pues sus perseguidores siempre estaban ahí. El motivo
que estos supieran su destino, era que estaban siguiendo el trabajo de las imágenes
que iba vendiendo y así sabían por dónde vivían.
Desde Baeza tuvieron que partir de nuevo al verse
identificados, se pararon para descansar del camino. El fraile fue a recoger
agua en un riachuelo próximo, en un momento de descuido fue golpeado y apresado
por varios moros. Llego a perder la conciencia y una vez despierto, la imagen
que se encontró fue desoladora. Estaba maniatado y con la boca tapada para que
no pudiera hacer nada más que mirar.
Madre e hijos llorando, los tres abrazados, los niños tenían
la cara desencajada mirando a su madre con los ojos llenos de lágrimas. En esto
que uno de los captores le dijo; “por orden de tu padre debes ser castigada”. En
ese momento le arrebataron a los dos chiquillos de su regazo, ellos daban
patadas y seguían llorando y gritando en busca de que su madre pudiera cogerlos
de nuevo. Y en un suspiro, uno de los moros por la espalda degolló a la madre. En
este instante todo se quedó en silencio.
Los niños desencajados por haber visto a su madre morir de
esa manera, sus gestos, sus lamentos, sus gritos y patadas contra los que los detenían.
Estas imágenes se le quedaron grabadas al fraile. Mientras el intentaba
liberarse de las ataduras pero era imposible, le sangraban las muñecas, no podía
gritar, nada.
En esto que, cogieron a los niños los montaron a caballo y
desaparecieron por el camino. El fraile roto por el dolor de la pérdida de su
mujer y sus hijos cayó desplomado sobre el suelo.
Días más tarde se despertó en una cabaña de unos hortelanos,
estos le curaron las heridas que tenía y una vez recuperado, fue en busca de
sus hijos.
No cejo en su empeño de encontrarlos, se fue a África, en
donde vivía el padre de su mujer y allí no se encontraban, recorrió todo el
norte hasta el Sahara. Estuvo más de 30 años buscándolos pero no pudo encontrar
ningún indicio de ellos. Ya mayor y con pocas fuerzas, volvió a la peninsular,
y acabo por la sierra de Jabalcuz. En estos años de búsqueda no talló ninguna
imagen. Y fue entonces, en la sierra, cuando quiso recordar las caras de sus
hijos, cogió dos maderos y talló en ellos las figuras de sus hijos en el
momento que vieron a su madre morir.
Las últimas palabras del fraile fueron; “Padre, en el nombre
de la Pasión de Nuestro Señor, le suplico que, en memoria del martirio de mi
amada esposa, no mande retirar de los pies de la Piedad las dos figuras que
reproducen el dolor de mis hijos”
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