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jueves, 12 de diciembre de 2013

Dau Essebaj. Luz de la Aurora.

Reinaba Jusef III, décimotercer soberano de la dinastía de los Nazaritas.

Número fatidico, según las predicciones de loa astrólogos.

Y que lo fué para Granada, bien lo dice la leyenda.

Triste año de 1410. El infante de Castilla Don Fernando, que durante la minoría de Don Juan II tantos laureles ofreció a su patria, salió en el mes de Abril de la ciudad de Córdoba al frente de un formidable ejercito cristiano.

Al atravesar las llanura de Écija, se les incorporó el caudillo de la legión sevillana, el adelantado de Andalucía Perafán de Ribera, que conducía como segura prenda de la victoria la espada del Rey Santo.

Tiernísima y edificante fué la entrega del venerado trofeo. El infante salió a larga distancia a recibir a los soldados de la fe, e hincando una rodilla en tierra, besó con gran veneración la reliquia.

Perafán de Ribera la empuñó entonces y, cercado de cruces y banderas y entusiasmado con el sonido marcial de mil clarines, cuyos ecos atronaban los vecinos campos, la dejó pendiente del arnés del esforzado príncipe.

Con tan poderoso refuerzo, atravesó cauteloso la frontera, llegando sin obstáculos a divisar la plaza enemiga, que deseaba conquistar, y que después de ganada le sirvió de glorioso sobrenombre. Antequera, la populosa y renombrada ciudad árabe, cuya vega en riqueza y fertilidad sólo podía compararse con la granadina. Los moros la habían edificado en una altura, utilizando para una solida fortaleza los restos de otra romana. El río Guadalhorce fertilizaba sus tierras, y la rodeaban los torrentes del Alcázar y de las Adelfas. El infante acertadamente dispuso sus huestes, y comenzó el asedio.

En vano Jusef reforzó la guarnición y encomendó la defensa al bizarro Alkarmen, uno de sus mejores adalides. Inútil el socorro que llevaron los principes Aly y Ahmed. Nada pudieron lograr con su esfuerzo.

A los cinco meses de una resistencia heróica, Don Fernando enarboló su estandarte en la Alcazaba, bendiciendo el Arzobispo de Santiago la pagana mezquita y convirtiéndose en púlpito el alminar desde donde el Almuedin había llamado a los musulmanes a practicar los ritos del Corán.

Y los desgraciados habitantes de la fértil comarca que aún conservaban la vida, tuvieron que abandonar sus hogares, y amparándose en la capital del reino, les fueron concedidos valiosos terrenos en las faldas del palacio arábico, y como para una nueva custodia de los tesoros de la Alhambra, formaron muy en breve el barrio de la Antequeruela.

Dos poderosos señores castellanos, Don Iñigo de Stuñiga y Don Juan de Castañeda, tuvieron una fuerte desavenencia. Concertaron un desafío; pero no pudiendo llevarlo a cabo en su país por la prohibición de la reina gobernadora, acudieron en demanda de campo neutral al monarca granadino.

Jusef lo concedió, buscando manera de avenirlos, como lo obtuvo antes de derramarse sangre, y en la zambra verificada en su real palacio, los guerreros se abrazaron en testimonio de sincera amistad, obteniendo la conducta del caballeresco rey moro las simpatías de toda España.

Acompañando a Don Iñigo vino un gallardo paje de apenas veinte años, y de una fisonomía seductora. Gaston de Rosales era de una familia de León,de ascendientes muy valerosos, y así no se extrañaba su decidida afición a las lides. Pero además de sus prendas personales, tocaba diestramente el laud, y se distinguía en las danzas y recreos moriscos que le enseñara un renegado en el castillo de sus padres. Por la misma causa hablaba muy bien el árabe, y así es que fijó la atención de las damas granadinas.

En el último sarao que para despedida de los hidalgos castellanos dispuso el monarca, Gastón tuvo por pareja a Zelima, hija de Zaide, jefe de la caballería musulmana. Era una hermosura, una de aqullas de la más privilegiadas de su raza, así lo dicen las crónicas de su tiempo. Era zegrí, con toda la arrogancia de los suyos, y con todo el encanto y la inocencia de los quince años que tenía.

Pareja más igual en hermosura y gallardía no había en el sarao del magnifico salón de Embajadores.

Todas las miradas se fijaban en ellos. El rey regaló al paje una lujosa banda, y muchos capitanes infieles que conversaban con él, le donaron primorosas armas.

La mañana en que los guerreros cristianos, al despuntar la aurora, salían con su acompañamiento por la puerta de Elvira, echaron de menos a Gastón. Pero Don Iñigo atribuyó esta falta a que se detendría saludando a tantos amigos como en la ciudad dejaba el lindo paje; y picando espuelas, determinaron esperarlo en el primer descanso que hicieran en el camino. Mas todo fue inútil; el mancebo no se divisaba, y llegaron a la frontera sin que se les incorporase. Allí despacharon correos a la ciudad, pero sin obtener noticias de él.

La cadena que lo sujetaba no era de hierro, sino de flores, y los eslabones de esta son más imposibles de romperse.

Como siempre ocurre, el amor había hecho de las suyas.

Gastón se quedó oculto en casa de un hermano de Ahmet, su servidor en su país, y vistiendo el traje morisco, buscó ocasión de hablar con Zaida en los jardines de su palacio. Fueron muchas noches seguidas.

Apenas el centinela de la puerta de Bib-Monaita la franqueaba para el paso de los vecinos del populoso barrio, Gastón se dirigía a su oculta vivienda, pasando el día en componer frases en loor de la joven sarracena.

Iban a colmarse sus deseos, y en el mayor misterio se disponía el regreso a la patria para desposarse son Zaida ante los altares de la Virgen, cuando ocurrió un suceso que lleno de asombro a la corte musulmana.

Existía en Granada una bellísima mora de la noble estirpe aldoradina, que pocos meses antes había llegado de Fez, en unión de su hermano Rednán, famoso guerrero entre los suyos, con una misiva secreta de su soberano para Jusef. Este le hizo la más benévola acogida,y le dio a habitar uno de los carmenes del Dauro. Ella se llamaba Dau Essebaj, en castellano Luz de la Aurora. Y bien merecía este nombre. De alta estatura, morena, con ojos y cabellos negros, de cintura como las palmeras de su país natal, y  de labios rojos como los claveles de los adarves, fue el blanco de las pretensiones de todos los galanes de la corte.

Pero su corazón era insensible. Y eso que pasaba de veinte años. Pero ver a Gastón y sentir una pasión inmensa, fue obra de pocos minutos. Sin embargo, el paje no reparó siquiera en la dama.

Ella, celosa como los tigres del desierto, valiéndose de un esclavo, supo enterarse de los amores del paje, y luchando con su tormento y la nobleza de su alma, resolvió morir de pena al sentir el desaire del hombre que por primera vez había hacho latir su corazón.

Rednán, que la amaba en extremo, viéndola consumirse como rosa que se marchita, interrogó a sus servidores, y supo la causa de su desgracia. Su coraje no tuvo limites. Un vil cristiano despreciar a la hermosura más ponderada, por cuyas venas corría sangre de reyes, no era ofensa que pudiera quedar sin castigo.

Valiéndose del astuto esclavo, acechó una noche a Gastón, y lanzándole su reto, le obligó a tirar de la espada. Este, desprevenido, ignorando la causa de aquella feroz acometida, se defendió mal, y el alfanje del africano hendió su cuello, yendo a caer exánime a las puertas de Zaida.

Cuando el rey tuvo noticia del hecho y se identificó la persona del paje, hizo embalsamar su cadáver, enviándolo con lucido séquito a Castílla.

No pudo descubrirse el matador. Pocos días después murieron Zaida y Luz de la Aurora, sin que los mas famosos médicos determinaran su enfermedad. Sólo un anciano alquimista, que vivía retirado del mundo en una cueva de Sierra Nevada, al ser llamado a examinar los cadáveres, afirmó que la muerte de amor era la que se retrataba en sus inmóviles facciones.

Jusuf mandó construirles juntos los mausoleos que encerraran sus restos, los que las jóvenes granadinas cubrían continuamente de flores.

Algunos siglos después, al descubrirse la Rauda o panteón árabe que existió frente al constado de la iglesia de Santa María de la Alhambra, se vieron dos magníficas tumbas, en las que aún podían leerse los nombres de las doncellas que murieron de amor, según las crónicas de principios del siglo XX.

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