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domingo, 15 de diciembre de 2013

La viuda de la Alpujarra.

Poco antes del cólera de 1935, vino a residir en Granada, desde uno de los pueblos de la Alpujarra, una madre anciana con tres hijas solteras, viuda de un teniente de carabineros retirado, que se murió de viejo y rabioso.

Tenía algunos posibles, y deseosa de colocar a sus vástagas, cosa difícil en el lugar, ideó como buscar lo mejor para ellas.

Alquilo una casa oculta y poco espaciosa en la Placeta de San Andrés, amueblándola como pudo.

El salón era de un baratillo, el testero principal, un retrato feroz del esposo, en que todo eran bigotes, y a un lado la espada, y al otro las charretas. A un costado la estampa del general Espartero y enfrente un cuadro con un escudo de nobleza, en que no faltaban las calderas y las raposas.

Doña Semproniana, que así se llamaba la vieja, tenía la locura de la aristocracia. Su abuelo fué mayorazgo, sus antepasados estuvieron en la Conquista, y tenían derecho a ser enterrados debajo de un ciruelo claudio que en el patio del cementerio plantó un sacristán que murió en olor de santidad.

Pero sus costumbres eran bien prosaicas, y ella cuidaba de sus guisos, y las niñas las demás menudencias del hogar.

La mayor respondía al nombre de Victoria, en recuerdo de una acción en que el padre conquistó a los contrabandistas un borrico cargado de tabaco filipino. En ideas igualaba a a su madre, por ser marquesa hubiera dado su alma al diablo, si este ángel caído se hubiera atrevido a aceptarla. Era muy seca, de las llamadas de dos espaldas, verde de color y cara de pocos amigos.

A la segunda la bautizaron el día de San Patricio. Más fea que la otra, gruesa y alta en demasía, con andares masculino, se le daba no obstante de romántica, bebía vinagre, aunque inútilmente, para borrar el color de sangre de toro de sus mofletes.

La última aparecía más horrible que las anteriores, y eso que pedir que más, fuera avaricia. Desmentía el adagio de que no hay quince años feos, y en el pueblo la llamaban Dibujo, pues su rostro era un empedrado de viruelas. Esta su especialidad consistía en los novios. De buen grado concedería el dulce si a un regimiento si se lo solicitara.

La madre, firme en la idea de la colocación de las  hijas, decidió recibir tertulia, pero de hombres tan sólo, pues temía la competencia de las de su sexo, por lo que afirmaban que, para faldas, bastantes había con las suyas.

Se puede figurar en que consistía las visitas. Militares, alférez el que más, y estudiantes de los de pupilo de buena casa.

Las escenas que allí ocurrieron son dignas de pasar a la posteridad. Todas las noches menudeaban las presentaciones, y la pobre señora no podía contar ni conocer quienes eran los contertulios.

Estos tomaron la casa por asalto. A las pocas horas ya no había silla sana, y eso que eran todo lo vastas y firmes que entonces se usaban. Una vez se comieron la ensalada, otra se perdieron embutidos que vinieron del pueblo. El acetre amanecía siempre colgado en la aldaba, menos cuando clavaron la puerta y tuvieron que subir por el balcón los operarios.

A la aristócrata le presentaron como vizconde a un practicante de Medicina, que todo lo gastaba en vestirse, y en seguida fue aceptado como novio y hasta amo de la casa. Le cosían la ropa, y dejo sin pañuelos del bolsillo a la familia. Este ocupaba el sillón de respeto, y hasta estaba facultado para echar firmas en el brasero, lo que a Doña Semproniana no permitía a los demás, llegando su rigidez a no soltar la paleta de la mano.

Patricia le daba bien al canto y la guitarra. Una vez cantó la Alala, y los tertulianos figuraron tal emoción, que se dejaron caer de espaldas y derribaron los dos velones de Lucena que alumbraban la fiesta. En otra, evitando el sentimentalismo por la catástrofe anterior, se entonó con las Caleseras. Al llegar al recitado del mayoral a las mulas, fue tal el coro de soó y arres dado por los estudiantes, acudió el alcalde de barrio y los serenos.

Así acababan las fiestas la mayor parte de las noches.

Patricia se enamoro de un abogado muy flaco y de tez amarilla, pero mas tunante que buen mozo. Llego a tanto el romanticismo, que figurando el galán que sus padres se oponían al enlace, convinieron en tomar veneno una noche al primer canto del gallo. En efecto, el chico llevó un frasco, que Patricia apuró sin vacilar; pero en vez de morirse, tuvo una semana entera de diarreas y perdió bastantes kilos que le sobraban. El frasco en vez de cicuta llevaba un brebaje con la sal de la higuera que le habían dado en la botica.

Victoria, estando hablando de madrugada con su vizconde, pues siempre escogían los taimados horas intempestivas, se vio sorprendida por un grupo fingiendo ser secuestradores para exigir un gran rescate por el título nobiliario, y disparando un tiro de sal al azar, con tan mala fortuna que fue a parar a Victoria, la cual tuvo que rascarse su cuerpo durante dos meses.

Pero la mayor hazaña fue ejecutada con el Dibujo. Un cadete se encargó de enamorarla, haciéndose el celoso extremo. En una de las pavas le exigió que con las manos cruzadas jurase su eterna pasión. Así lo hizo la simple, sacando los brazos por la reja, y acto continuo dos compinches que estaban al acecho, la ataron a los hierros con un fuerte cordel, armando después tal ruido, que todo el vecindario se asomó a las ventanas, mofándose de aquella victima de Cupido.

Tuvo que escarmentar Doña Semproniana, aunque se entiende que los novios no volvieron más, y sólo admitía los que creía de mas edad y formales. Pero uno de estos, a quien creía un tonto porque era de pocas palabras, pero de malos hechos, cuando estaban mas contentos departiendo de los anteriores abusos, de pronto vació sobre el brasero una vejiga que llevaba llena de agua; y mientras la confusión de la humareda y de extenderse la ceniza por rostros y vestidos, incendió con fósforos los afelpados, y por poco el episodio concluye en tragedia.

Aconsejó la Autoridad a la viuda que se dejase de saraos, y a poco la epidemia, con una valentía sin ejemplo, hizo presa en las dos hijas mayores, llevándoselas a descansar eternamente.

Pero con Dibujo no pudo la cólera. Se volvieron a la Alpujarra, y las noticias que llegaban eran que esta padecía de terribles insomnios. Pero una criada socarrona explicaba el caso diciendo, que en la habitación quedaba encendido un candil, y al verse en la sombra de la pared se asustaba de ella misma y con justicia. Aconsejó que se apagase la luz, y volvió el sosiego; era evidente, añadía, que Dibujo no podía dormir de fea. 





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