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sábado, 30 de noviembre de 2013

El Lagarto de la Magdalena


Hace muchos años, muchísimos años, en la misteriosa cueva de la que nacía el agua de la Magdalena, que todavía hoy sigue manando, tenia su refugio una fiera que parecía un grande y monstruoso lagarto, de fauces enormes e insaciables.

Las pobres gentes de Jaén, sobre todo las de los parajes próximos a aquella cueva del agua, padecían continuamente los estragos que el lagarto ocasionaba. Cuando este sentía hambre, cosa muy habitual, salía de su cueva y no paraba hasta devorar algún animal de los mas grandes o varios pequeños que encontrara a su paso. El ganado menguaba alarmantemente y si el lagarto, por mala fortuna, se encontraba en su camino a alguna persona, se lanzaba sobre ella, la descoyuntaba entre sus horribles y potentísimas mandíbulas y se la tragaba en un santiamén. Solo con el estomago lleno, satisfecho y atiborrado de carne, ya fuera animal o humana, aquel lagarto regresaba a su cueva y dejaba en paz el entorno hasta que digería la carga de su enorme estomago.

Únicamente cuando se extendía la noticia de que el lagarto había logrado devorar una nueva pieza, los aterrorizados habitantes se atrevían a salir de sus casas o refugios para realizar sus labores o sacar a pastar a sus animales.

El temor era tan inmenso que nadie se atrevía ya a enfrentarse al lagarto porque, cada vez que alguien lo había intentado, el lagarto se lo había comido.

Las perdidas eran muy considerables entre los hatos de ganado que pastaban por los feraces parajes verdes de los alrededores y cuyos pastores no se percataban del tiempo trascurrido desde la ultima fechoría. El lagarto salía de improviso, sorprendía al pastor y su ganado, se abalanzaba sobre su presa, y con su ágil y fortísima cola, golpeaba alguna otra a la que devoraba después.

Así estaban las cosas hasta que, un día, un joven pastor, cuyo viejo padre, por sus achaques y torpeza, ya no salía con el ganado, y al que el lagarto había sorprendido una fría mañana de invierno y le había devorado varios corderos, se propuso enfrentarse y matar al lagarto. Hablo en casa de lo que iba a hacer. Su padre se opuso, su madre se abrazo a él desconsolada y diciéndole que nadie que se había puesto delante del lagarto había salido con vida. El muchacho estaba decidido y había preparado una trampa en la que esperaba que el monstruo cayera. Al final, dejando a su madre desesperada de dolor y de miedo y al padre con una paralizante duda sobre el éxito de la aventura, nuestro joven héroe se dirigió a las proximidades de la cueva del agua. Hacía varios días que el lagarto no había salido, de modo que su voracidad lo tendría a punto de aparecer.

El pastor había sacrificado una oveja, le había sacado las tripas y, en su lugar, había puesto yesca y pólvora con una mecha, había vuelto a coser el vientre y, con ella a cuestas, a una distancia prudencial, aguardaba pacientemente y no sin cierto miedo, a que el lagarto asomara.

Cuando así lo hizo, nada mas aparecer la enorme cabeza por el agujero de la cueva, nuestro joven dio voces, mostro su oveja en alto y caminó rápidamente hacia las casas. El lagarto que lo vio de inmediato, se dirigió pesadamente hacia él, tal vez confiado en que su presa estaba segura y no tendría escape. Aumentó la velocidad al ver que el muchacho se alejaba y, poco a poco, se le fue acercando. Todas las puertas y ventanas de las calles por las que pasaba estaban cerradas y aseguradas con retrancas. Nadie se atrevía siquiera a mirar por alguna rendija. Lo que esperaban y temían era el golpetazo de las quijadas al cerrarse en torno a la victima y el pesado arrastrarse del lagarto de regreso a su cueva.

Cuando el pastor observó que la boca se abría peligrosamente tras él, aprovechó la ocasión y, tras encender la mecha, le lanzó dentro la oveja muerta. El lagarto cerró sus mandíbulas y se trago el cebo en un periquete; el tiempo justo que aprovechó el pastor para alejarse otra vez un trecho y vuelto hacia el lagarto, volvió a llamarlo. Como la oveja le parecía poca cosa para su comida y allí estaba el pastor, el lagarto continuó su persecución, aunque ya no iba tan rápido como al principio.

Así llegaron junto a la iglesia de San Idelfonso, que por entonces tenia una verja alrededor y, en aquel lugar, con una horrible explosión, reventó el lagarto de la Magdalena, entre la alegría del pastor y de los vecinos, que tímidamente al principio y en oleadas después, tras oír el enorme ruido y las risas y gritos del héroe salvador, fueron apareciendo por el lugar.

Los trozos de la durísima piel del lagarto quedaron adheridos a los hierros de la verja y los vecinos recogieron pedacitos de ella que, durante muchos años, guardaron las familias de Jaén como recuerdo del reventón del lagarto y de la hazaña de aquel valiente y listo pastor que los libró de las matanzas del lagarto de la Magdalena.





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